El cuento del pobre intérprete-comodín

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Érase una vez un intérprete jurado al que llamaron para interpretar en el interrogatorio de una parte. Le habían informado que, justo una semana antes, habían tenido que cancelarlo porque la intérprete, enviada por la malvada subcontrata para los servicios lingüísticos judiciales, era una holandesa a la que, por lo visto, no dominó muy bien los idiomas alemán y, sobre todo, español. El intérprete acudió puntualmente a la cita y se encontró con el abogado y su mandante en los juzgados. Hablaron del caso y de trivialidades, mientras esperaban el comienzo del interrogatorio. Cuando, al cabo de unos 45 minutos, además de los abogados respectivos de las partes varias, también llegó el juez, vieron que no quedaba ninguna sala de vistas libre y tuvieron que sentarse todos apretados en la sala multiusos. Todos menos uno: para sorpresa del intérprete, de repente apareció una intérprete de oficio y el juez “degradó” al primero a comodín y lo hizo salir de la sala. El pobre intérprete, algo confuso, se sentó en un banco y empezó a trastear con su móvil, mientras esperaba y esperaba y esperaba…

Cada cierto tiempo se preguntaba cuándo sería un buen momento para ir al baño o para comprar agua. Pero aguantaba en su sitio. No fuera que le llamaran a entrar justo cuando se había ido a beber o mear. A la hora, la vejiga del intérprete-comodín se empezó a quejar, al mismo tiempo que el chicle dejaba de ser la solución para combatir su sed. ¿Qué hacer? Salió corriendo al baño más cercano para satisfacer ambas necesidades y volvió lo más rápido a “su sitio” en el banco. Lo trágico de la situación era que tenía mucho trabajo esperándole en su despacho y le torturaba la sensación de estar malgastando las horas viendo pasar a abogados, secretarios judiciales, jueces, partes, gente esposada y acompañada de policías y mirando aburrido su muro del Facebook de vez en cuando. ¡Una llamada! Ah, un mensajero. “No, no estoy en casa, pásate esta tarde.” le dijo, esperando también estar de vuelta en casa por la tarde.

De repente se abrió la puerta de la sala, pero fue una falsa alarma, porque solo se trató de hacer un descanso en al bar de enfrente de los juzgados para tomar café y mear. Fueron todos: el juez, los abogados, el imputado y el pobre comodín, al que invitaron a un agua. Tres o cuatro cigarrillos del juez más tarde, se reanudó la sesión, con el intérprete comodín de nuevo en su banco. ¿Que por qué no se había ido a casa? Porque el abogado del imputado lo quería para traducirle a éste verbalmente las respuestas transcritas durante interrogatorio. Con esta misión a la vista, el comodín siguió esperando (im)pacientemente. Su único interlocutor en las siguientes dos horas fue una señora mayor que le preguntó por los servicios…

A las 14 horas, se abrió de nuevo la sala, y salieron todos. ¡Menuda sorpresa!  El interrogatorio había terminado sin que el pobre comodín tuviera que traducir ni una sola palabra. Algo decepcionado, pero con un nuevo artículo para su blog, volvió a casa. Y mientras le tocó recuperar el tiempo perdido, los demás intervinientes del interrogatorio se fueron felices y comieron… ¿perdices?

Conclusión:

Interpretar en los juzgados, en ocasiones, puede ser aburrido, pero mucho más lo es tener que estar ahí sin interpretar.

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